Numerosos teólogos y devotos han señalado en múltiples ocasiones el profundo carácter maternal del cristianismo. Sin lugar a dudas, la Virgen María ocupa un lugar fundamental en el corazón de todo católico. Su imagen, tierna y juvenil, nos acompaña siempre por el camino de la vida. Basta con recordar la infinidad de advocaciones marianas que se conocen y veneran en la actualidad: la Mater Dolorosa, Nuestra Señora de las Nieves, la Inmaculada Concepción, la Virgen del Loreto, la Virgen de la Caridad; son tantas, que sería imposible enumerarlas. ¿A qué se debe la veneración incondicional que sentimos por ella? La respuesta es sencilla: María representa la madre nutricia que cuida y protege, cuyo corazón, herido por una corona de espinas, vestido con las llamas de la entrega sin límites y de la obediencia oportuna, consuela en los momentos de dolor y nos colma de bienaventuranzas. María es capaz de olvidar el olvido, de recibirnos siempre con los brazos abiertos, de aplacar nuestra ira, de ayudarnos a reconocer los errores. María es cálido hogar, agua que refresca las sienes, alimento que arrebata el hambre, es silencio y paz.