Exposición 2014 / Secretos de madera

“Una exposición tiene que ser un acto de fe, una afirmación o una negación. Nunca debe aparecer como una serie inconexa de puntos suspensivos”.

Guy Pérez Cisneros

Por: Janet Ortiz Vian
(diciembre 2014)


Palabras de presentación de la exposición Secretos de madera (Diciembre 2014)

Una exposición tiene que ser un acto de fe, una afirmación o una negación.
Nunca debe aparecer como una serie inconexa de puntos suspensivos.

Guy Pérez Cisneros

Nada más adecuado para presentar la exposición que hoy estamos inaugurando que esta cita del insigne crítico Pérez Cisneros. Estamos aquí para confirmar que en el concierto que ejecutan las múltiples voces de las artes plásticas cubanas, una nueva sonoridad está aflorando con personales acentos: Silvia Rodríguez Rivero. No es por azar, ni por el deber de rendir a la amistad el perenne homenaje que merece – una amistad forjada con los años bajo el sublime ideal de la belleza y la devoción por todo lo que ha representado y representa la cultura cubana-. No, algo más nos convoca. Son las señales de esta mujer que desde sus últimos gestos de creación nos habla ¿Y qué nos dice vehementemente con esos trazos que ahora sustituyen lo que antes discursaba con palabras?  

Miremos, o mejor, escuchemos. Lo femenino es la clave principal. Por más que se diversifiquen sus historias un torrente de signos apuntan hacia allá. Y no son precisamente sus protagonistas los que aportan la carga expresiva fundamental, sino los ambientes en que se desenvuelven. Primero está el bosque. Y no sólo el de la Habana que tantas añoranzas nos desata. El bosque por antonomasia, como metáfora, evoca espléndidamente la vida de una mujer: un intricado y misterioso paisaje boscoso que con su exuberancia incita a su travesía. Sin embargo, para hacerla se requiere cierta audacia, más bien osadía, y alguien como Silvia no rechazaría este viaje jamás -así ha llevado su vida, sus incursiones recientes en la visualidad lo demuestran-, porque el bosque es la promesa de un mundo en armonía, y la armonía es el amor supremo con el que cada mujer sueña. Luego, encontramos el laberinto, ese gran espiral que es juego y reto a la vez. Un juego que se prolonga al infinito cargado de aventuras y sobresaltos, más allá de ganar o perder. ¿Y dónde dejamos al mar o al río con todo su simbolismo coligado? Sea océano, río, o arroyuelo, el agua surca estas obras para aludir el cauce de la creación.  El mar también refrenda la soledad, el aislamiento, la oportunidad para el necesario recogimiento que nos posibilita enfrentar sus reflejos.

Todo el imaginario que exhiben estas obras más allá de las fabulaciones que puedan narrar, llevan música, luz, espiritualidad. En sus figuraciones sencillamente resueltas, espontáneas, emerge un rico acervo cultural. Las escenas de la serie dedicada a la ciudad de Remedios, son como antiguos tapices de tradición hispanoárabe, con sus castillos platerescos y sus pináculos coronados con la media luna del Islam. He aquí su homenaje al patrimonio histórico tan celosamente guardados en esa región. Las palmas, los viejos trozos de madera o muebles que recicla y usa frecuentemente como soporte de sus pinturas, tienen su propio valor simbólico. Expresan una relación sensible con esos objetos y un particular sentido de lo sagrado. Por último es notorio que algunos personajes y árboles culminen en tentáculos de medusa que se extienden surrealistamente por la composición, como si quisieran atrapar lo inasible o conectarse a toda costa con la energía que fluye por el universo.

Pero como dijo Dulce María Loynaz, y me atrevo a parafrasear sus palabras, el gran poder del creador artístico está en la inspiración que actúa sobre él en función de fe, como energía mística para sacar su obra de la nada. Y eso es lo que nos cuenta verdaderamente Silvita con sus obras, la historia de cómo fue “tocada” por la inspiración y se sintió en la obligación de compartir con nosotros su regalo.

Nota:
Loynaz, Dulce María: Conferencia Del Día de las Artes y de las Letras, Colección Mínima, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2005. Pág.34.