Epifanías de Silvia R. Rivero / Sobre la exposición Primeras Miradas (Diciembre 2013) por Abel Prieto

El poema “El bello niño” de Fina García-Marruz tiene tres personajes principales: la Mujer-Madre, el Niño y algo más difuso que podríamos llamar el Paisaje, en su versión fantástica, placentera, jamás fragmentada, que la infancia nos permite imaginar y vivir plenamente, y en aquella que se reserva a los adultos, ambigua, rota, marcada por la idea de lo perecedero y de la muerte. En su prédica, la Mujer-Madre explica al Niño, con serenidad, conteniendo juiciosamente la angustia, los privilegios (efímeros) de su edad, de su manera de ver y sentir, y qué ganará y qué perderá con el tiempo:

Por: Abel Prieto
3/12/2013
Fuente: Revista Literaria La Jiribilla

Tú sólo, bello niño, puedes entrar a un parque.
Yo entro a ciertos verdes, ciertas hojas o aves. (…)
Tú sólo  en ese reino indisoluble y grave
Has tocado la magia de lo exterior, las cosas
Indecibles. Yo llevo la ropa maliciosa
Del que de muerte sabe y de amarga inocencia.
Tú no sabes que tienes toda posible ciencia.
Mas, ay, cuando lo sepas, el parque se habrá ido,
Conocerás la extraña lucidez del dormido,
Y por qué el sol que alumbra tus álamos de oro
Los dora hoy con palabras y días melancólicos.

Este poema ofrece algunas claves útiles para entender la obra pictórica de Silvia R. Rivero. En muchas de sus piezas se nos muestra, en su interacción con el Paisaje, esa pareja tantas veces representada en la pintura religiosa: la Mujer-Madre y el Niño. Y encontramos además la tensión que recorre “El bello niño”, las preguntas, la incertidumbre, la zozobra ante los desafíos que aguardan a una criatura que Ella, la Mujer-Madre, quisiera proteger a toda costa.  

En “Amor, misteriosa transparencia”, la madona y su hijo se miran muy concentradamente y dialogan en silencio, sin palabras, escoltados por el mar y el cielo. Una pieza notabilísima que se mueve entre la intimidad sagrada de ese vínculo y una suma deslumbrante de inmensidades planetarias. Nos confirma de nuevo que ese amor esencial, indescriptible, más allá de toda medida, se construye en una instancia superior a toda fuerza humana, divina o natural. Intuimos en la Mujer-Madre un temblor similar al que hallamos en el poema citado. Ella sabe que un día Él, el Niño, tendrá que desprendérsele, es así, dolorosamente así, y deberá enfrentarse solo a esa infinitud, fascinante, sí, y al propio tiempo peligrosa, desmesurada, sin verjas benévolas, sin “parques”.

En “Vuela  su sombra” la madona carga a su hijo y sonríe ante tres espectadores, mientras observa a su doble oscuro que escapa del público, del ceremonial, junto al doble del Niño, en un acto supremo de emancipación que nada ni nadie podrá impedir. El Paisaje del fondo resulta un tanto turbador, pero favorece la huida. Es obviamente una fuga quimérica, ilusoria, hacia “ese reino indisoluble y grave” donde habita “el bello niño” del texto de Fina. Allá no habrá separaciones ni desgarramientos: Él no dejará nunca de ser el Hijo y de estar unido a Ella. Es una de las poquísimas sonrisas que hay en la obra plástica de Silvia: la que nace de una momentánea ensoñación, de esa “amarga inocencia” que se atribuye a sí misma la Mujer-Madre de Fina.   

Los tres elementos del poema de Fina (Ella, Él, el Paisaje) reaparecen en “Madre de otoño”,  donde la Mujer-Madre mira con sosegada tristeza al vacío, a la nada, hacia algún punto fuera de nuestro alcance, mientras el Niño duerme en sus brazos. Podemos suponer que la madona cavila sobre el futuro de su hijo, cuando Él se vea envuelto en “la extraña lucidez del dormido”. Hay frío. Ella se cubre con un manto formado por las hojas de un árbol que la estación ha ido desnudando. Ese pedacito de Paisaje, como los álamos de Fina, es dorado por el sol “con palabras y días melancólicos” y anuncia lo que vendrá inexorablemente.  

En el díptico “Paseo secreto”, el Niño ha crecido, camina por sí mismo, pero aferrado todavía a la mano materna. En el ala derecha del tablero, Ella y Él marchan por un camino, entre árboles, hacia un sitio desconocido (más allá, un río marca el límite, la frontera). En el ala izquierda, ya vienen regresando —y podemos ver sus rostros, tranquilos, apaciguados. ¿Dónde  estuvieron? Silvia nos da una pista: al fondo, traídos de las Mil y una noches o de El Millón  de Marco Polo, asoman unos exóticos minaretes. Sabemos así que Ella y Él han visitado un sitio indescifrable, vagamente oriental, que pertenece al reino de las antiguas fábulas. A pesar de que la Mujer-Madre sufre el estigma de los adultos y viste “la ropa maliciosa del que de muerte sabe”, es capaz todavía de unirse al Niño en una aventura donde han podido tocar “la magia de lo exterior, las cosas indecibles”. De este modo Silvia se pregunta si madres e hijos podrían vencer la maldición, al menos transitoriamente, y reconstruir el “parque” a través del arte. (Por cierto, sus dípticos, de un encanto muy especial, son como juguetes en apariencia ingenuos con un complejo dispositivo oculto, como algún resorte-acertijo que te salta encima sorpresivamente para colocarte ante preguntas inusitadas. Es llamativa en ellos la combinación anverso-reverso: las ilustraciones de los reversos parecen más ligeras, como una especie de pausa, de descanso; pero todas guardan un guiño imprevisto, el “leve sobresalto” lezamiano.)

En otro díptico, “Credos”, se despliega el lugar fantástico visitado subrepticiamente en “Paseo secreto”. Ahora la Mujer-Madre lo sobrevuela, sola, libre, valiente, y hasta puede distinguir las imágenes borrosas de sus habitantes. Se niega a perder el acceso a esa “verdadera patria”, que es, según Rilke, la infancia, y quiere seguir compartiendo con el Niño la capacidad para ver y creer más allá de la superficie áspera y prosaica de lo cotidiano. Una experiencia semejante está buscando, sin dudas, la protagonista de “Paseo por el Bosque de la Habana”, a quien vemos alejarse, sola, ella también, entre árboles florecidos y ramas que se alargan como brazos de duendes. Atrás, de nuevo, la siempre hermética frontera del río cruza la escena. Es evidente que esta Mujer-Madre que se adentra en el Bosque de la Habana no está dispuesta a conformarse con los “ciertos verdes, ciertas hojas o aves” destinados a los adultos.

Varias piezas recrean la imagen femenina en soledad. En “Virgen de otoño”, el dolor por la ausencia del Niño, es llevado muy dignamente, con admirable sobriedad, por una  madona cubierta de hojas (atrás, una pincelada de Paisaje: el árbol descarnado). Entretanto, en “Mujer-Ciudad”, la madona que se apropia del ámbito urbano, amorosamente, a través de su manto, hace gala de una perfecta expresión de equilibrio.  La “Muchacha que espera”, acodada tal vez a una ventana, ha cerrado sus ojos, como si anhelara cerrar todas  sus compuertas, cortar los lazos con el mundo exterior y concentrarse únicamente en lo que siente dentro de sí.  Eso, sentirse a sí misma; explorar su identidad, su condición, su Ser.  Aquí no es Madre todavía. Es eso: una muchacha que no ha recibido aún al ángel de la “Anunciación”. Frente a este retraimiento, la “Lavandera” en cambio resulta extrovertida, abierta. Es una joven sólida, bien plantada, con una semi-sonrisa muy sutil, en medio de la noche estrellada, orgullosa seguramente de su hazaña (toda la ropa que lavó). De igual forma se ve casi-feliz la  “Mujer con ciudad inclinada”. Exclusivamente dos piezas, “Niño en el malecón” y “Niños en el ciruelo”, vienen a complementar, desde la perspectiva del hijo, las dedicadas a las mujeres solitarias.  Y es que estas “miradas” indagan en particular sobre la condición femenina y sobre la maternidad.  El punto de vista, como en “El bello niño”, es el de la mujer que ya es madre o que —como Sentido y Destino— está llamada a serlo.  

Como acabamos de ver, Primeras Miradas incursiona en una dimensión no-campestre del Paisaje: la ciudad. Algunas piezas, “Barrio Bandera” y dos ya citadas (“Mujer con ciudad inclinada” y “Mujer-Ciudad”),  apuntan hacia la posibilidad de una relación armónica entre la Mujer-Madre y ese espacio urbano tan proclive a la fragmentación y a lo demoníaco. En otras, Silvia se ve obligada a reinventar la ciudad de modo radical. La proyecta en “Ciudad en las nubes” con el halo de las utopías, vaporosa, aérea, rojiamarilla, flotando por encima de todo lo impuro. O en un intercambio desconcertante con el mar en “El mundo al revés”. Esta Habana doble tiene cierta semejanza (superficial) con la Valdrada de Ítalo Calvino, construida de manera en que “al llegar el viajero ve dos ciudades: una directa sobre el lago y una de reflejo, invertido”. Pero la Habana de Silvia está invertida sobre la tierra y sólo se recompone al reflejarse en la bahía. El “Ángel del ocaso” viene probablemente a castigarla. O a bendecirla.
No resulta creíble, ante el esplendor y los enigmas de estas piezas,  que estemos asistiendo al debut de Silvia como artista plástica. Hay, eso sí, mucha sinceridad y pureza en sus Primeras Miradas —y esas virtudes las mata a menudo el oficio. Sé que ella sabrá conservarlas. Por lo pronto,  ha logrado trasmitirnos sus visiones (con algunas figuras muy dramáticas, como la del fraccionado “Emigrante”; con otras, irónicas, como los antropoides de un memorable díptico) sin efectismos, sin crispaciones, sin balbuceos, con la gracia y la naturalidad del que ha utilizado por muchos años esta forma de expresión.  ¿Desde cuándo la poesía, su poesía, y la música, su música, empezaron a transformarse en Silvia en líneas, luz y color? ¿Desde cuándo germinaba en ella esta vocación? ¿Desde niña, desde el limbo prenatal, desde alguna encarnación anterior? Quién sabe. Decía Lezama que los Sforza de Milán, protectores en algún momento de Leonardo, habían asumido como atributo el árbol de la morera, caracterizado por “un desarrollo lento y un florecer súbito y flamígero”. Este don de Silvia tuvo al parecer una gestación parsimoniosa, callada, invisible, y de pronto ha florecido en todas estas piezas magníficas, como la morera, de la forma más súbita y flamígera.