AMOR EN POLVO DE LUZ por Maikel José Rodríguez Calviño

Numerosos teólogos y devotos han señalado en múltiples ocasiones el profundo carácter maternal del cristianismo. Sin lugar a dudas, la Virgen María ocupa un lugar fundamental en el corazón de todo católico. Su imagen, tierna y juvenil, nos acompaña siempre por el camino de la vida. Basta con recordar la infinidad de advocaciones marianas que se conocen y veneran en la actualidad: la Mater Dolorosa, Nuestra Señora de las Nieves, la Inmaculada Concepción, la Virgen del Loreto, la Virgen de la Caridad; son tantas, que sería imposible enumerarlas. ¿A qué se debe la veneración incondicional que sentimos por ella? La respuesta es sencilla: María representa la madre nutricia que cuida y protege, cuyo corazón, herido por una corona de espinas, vestido con las llamas de la entrega sin límites y de la obediencia oportuna, consuela en los momentos de dolor y nos colma de bienaventuranzas. María es capaz de olvidar el olvido, de recibirnos siempre con los brazos abiertos, de aplacar nuestra ira, de ayudarnos a reconocer los errores. María es cálido hogar, agua que refresca las sienes, alimento que arrebata el hambre, es silencio y paz.

Por: Maikel José Rodríguez Calviño
2013/06/14
S/F

Sobre la Exposición Ángeles y Visiones 2012 – 2013

Numerosos teólogos y devotos han señalado en múltiples ocasiones el profundo carácter maternal del cristianismo. Sin lugar a dudas, la Virgen María ocupa un lugar fundamental en el corazón de todo católico. Su imagen, tierna y juvenil, nos acompaña siempre por el camino de la vida. Basta con recordar la infinidad de advocaciones marianas que se conocen y veneran en la actualidad: la Mater Dolorosa, Nuestra Señora de las Nieves, la Inmaculada Concepción, la Virgen del Loreto, la Virgen de la Caridad; son tantas, que sería imposible enumerarlas. ¿A qué se debe la veneración incondicional que sentimos por ella? La respuesta es sencilla: María representa la madre nutricia que cuida y protege, cuyo corazón, herido por una corona de espinas, vestido con las llamas de la entrega sin límites y de la obediencia oportuna, consuela en los momentos de dolor y nos colma de bienaventuranzas. María es capaz de olvidar el olvido, de recibirnos siempre con los brazos abiertos, de aplacar nuestra ira, de ayudarnos a reconocer los errores. María es cálido hogar, agua que refresca las sienes, alimento que arrebata el hambre, es silencio y paz.

La Virgen personifica la máxima expresión del amor, la armonía y la pureza universales, vaso inmaculado que acepta los designios del Señor y facilita la encarnación divina. Durante años, cientos de vidrieros, tallistas, pintores y escultores la representaron en retablos, cuadros, relieves y vitrales para deleite de los creyentes. No existe convento, iglesia monasterio que no tenga imágenes de la Virgen. Su iconografía, una de las más antiguas de todo el cristianismo, conserva algunas características de las principales Diosas Blancas de la Antigüedad: de la egipcia Isis y de la griega Artemisa, expresiones ambas del principio femenino y lunar que gobierna el Universo junto con el Sol.

En la época medieval asumió la condición de «Luz de Dios», luego fue la stella maris, o estrella de mar, que inspiraría la rosa náutica utilizada en la navegación; tras el Concilio de Trento, la inmaculada visión del Apocalipsis, representada por Benvenuto Tisi en el siglo XVI junto a las quince invocaciones de trasfondo bíblico y litúrgico que recogen sus atributos fundamentales: el rosal, los lirios, la rama de olivo, la puerta, la torre, la fuente, el jardín, el pozo y el espejo. En el arte sacro occidental se transformó en la nueva Eva, la mujer primigenia, iluminada por la dicha celestial, capaz de resistir al demonio que se acerca bajo forma de serpiente. María fue, desde entonces, una doncella virgen, libre del pecado original, sostenida en el firmamento por una medialuna invertida, con la cabellera fulgurante de luceros y cometas.

Cuando entré en contacto por primera vez con la obra pictórica de Silvia R. Rivero, pude constatar el rol protagónico que desempeña la Madre de Dios en el imaginario desplegado por esta creadora autodidacta, más reconocida por su trabajo como letrista, directora artística y productora musical. El contexto de mi inesperado «descubrimiento» no pudo ser mejor: fue durante el concierto Misa Cubana a la Virgen de la Caridad, ofrecido el pasado 11 de abril en el Teatro Principal de Sancti Spíritus. A manera de complemento, el lobby de la institución yayabera acogió la muestra Ángeles, vírgenes y visiones, integrada por nueve piezas inspiradas en la angelología y la iconografía religiosa cristiano-católica. Y ese fue el comienzo del breve viaje que me condujo a otros trabajos de Silvia y, por extensión, a estas palabras.

 Gran parte de sus obras retoman con singular maestría algunos de los principales programas iconográficos marianos del arte cristiano. Quizá lo haga sin saberlo, movida acaso por su capacidad de observación y la urgente necesidad de verter ideas y emociones en un cuadro. Sin embargo, vale aclarar que la Virgen es solo uno de los motivos recreados por Silvia; ahí están Ángel y ciudadÁngel del ocaso y Ausencias, tres piezas que abordan las funciones y características que las Jerarquías angelicales en el Cosmos de Dios, donde los nueve coros, específicamente Ángeles y Arcángeles, actúan como intermediarios entre los planos humano y celestial. En ambos óleos, dos mensajeros divinos sobrevuelan La Habana, taciturna y fulgurante, llevando en sus alas doradas un mensaje del paz que colocarán en el pecho de los durmientes.

Otra pieza de gran impacto simbólico es Ángel de la polímita, de profundo sabor bizantino, cuyo protagonista deviene protector de las criaturas minúsculas o en peligro de extinción. El nombre de este caracol endémico de la zona oriental cubana procede del griego polys, «varios», y mitos, «colores», de ahí que también se le llame caracol arcoíris. Recordemos que, en la iconografía católica, el arcoíris simboliza la alianza entre Yahvé y los seres humanos tras el Diluvio Universal; por lo tanto, el Ángel de la polímita es una suerte de guardián o protector apócrifo encargado de preservar el nuevo pacto de vida y fe implícito en todo proceso purificatorio: camino a seguir por el devoto cuando reconoce sus pecados y busca reconciliarse con Dios Padre.    

Pero volvamos a la Madre de Dios, y al decisivo papel que desempeña en obras como Virgen Noche y Día, donde los tiernos ojos de María contemplan fijamente al Divino Niño, acusando cierta tristeza porque ya intuyen los caminos que Cristo ha de recorrer en vida. Pero María aún no debe manifestar su dolor; todo lo contrario, es momento de regocijarse con la llegada del unigénito y disfruta esos pequeños detalles que ennoblecen la maternidad: la primera sonrisa, la primera palabra, las pupilas de la madre reflejadas en las pupilas del Hijo, el llanto por la rodilla raspada en el taller de José. La identificación del vestuario mariano con la atmósfera diurna, o la disolución de su rostro en el espacio geográfico (tal y como sucede en Virgen Cielo, Mar y Arena), relacionan a la Rosa de Belén con el ciclo vital de la naturaleza, pues María, Reina assoluta de Cielos y Tierra, representa el ciclo vital de la existencia que se regenera y fructifica todos los años; idea retomada en la serie Virgen de las Estaciones, donde la artista explora programas iconográficos de amplio uso en el arte sacro y alegórico medieval y renacentista que le permite representar a la Madre de Dios mediante las características propias de cada estación; fenómenos naturales que, a su vez, simbolizan las diferentes etapas en la vida del ser humano: el nacimiento (primavera), la madurez (verano), el envejecimiento (otoño) y la muerte (invierno). Así, María es reconocida como la protectora de todos los católicos en particular (y de la humanidad en general), síntesis del orden natural de las cosas, fuerza motriz que acciona los secretos engranajes del Universo y otorgan la existencia.   

El sincretismo religioso y los procesos identitarios que han definido nuestra cultura es otro elemento explotado por Silvia en varios de sus trabajos. En tal sentido, el acrílico sobre lienzo Vuela su sombra establecen nexos iconográficos entre la Oshún afrocubana y la Virgen de la Caridad gracias al tono amarillo del manto que le cubre y los tres Juanes, erguidos frente a ella, en actitud expectante. Sin embargo, es Virgen y Bandera la obra que mejor sintetiza esta línea conceptual. En ella, la artista establece un rejuego de sentidos iconográficos e históricos donde la devoción a la Madre de Dios deviene piedra angular en el nacimiento y desarrollo de una identidad nacionalidad que tiene como punto álgido el descubrimiento de la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre en 1612.

Si miramos con atención, Silvia hace coincidir en esta pieza los colores propios de María (rojo, azul y blanco, símbolos respectivos del amor divino, la verdad celestial y la pureza) con los de nuestra bandera. El purísimo manto que envuelve al Niño Jesús se derrama hacia el plano terrestre, donde conforma una palma cuyas ramas hacen las veces de estrella. El vestido de la Virgen recoge nubes y éter; al fondo se deshacen en barras añiles y blancas otras cinco palmas, árboles que la propia Silvia ha comparado con madonas desperdigadas por el campo cubano. El rigor conceptual de Virgen y bandera es idóneo para reflexionar sobre como la esfera de lo religioso (en cuanto reservorio ético, estético, filosófico e intelectual) se ha integrado de manera coherente al proceso histórico cubano desde el siglo XVI hasta la actualidad.

La pintura religiosa de Silvia R. Rivero nos recuerda que la Madre de Dios es suave murmullo rogando perdón cuando el padre dispone a sus hijos un castigo demasiado severo; fuente inagotable de gozos y virtudes que, paciente y sosegada, transportará entre los pliegues de su ropaje los deseos y las peticiones, los anhelos sepultados, las secretas esperanzas de todos los cubanos. En cada amanecer, y al romper el ocaso, el amor de la Virgen se derrama sobre la nuestra isla en suave polvo de luz, y algo de esa fosforescencia reflejan las manos de una mujer que, gracias a la pasión y el oficio, tejen un cántico de lienzos y pinceles donde resuenan los sagrados versos del Stabat MaterVirgo virginum praeclara, mihi jam non sis amara, fac me tecum plangere. Quando corpus moriteur, fac ut animae donetur Paradisi gloria. «Virgen de vírgenes preclara, no te amargues ya conmigo, déjame llorar a tu lado. Y cuando mi cuerpo muera, haz que se le conceda la gloria del Paraíso».